LA BANILEJA DIGITAL

martes, 5 de octubre de 2010

Juan pechú


ESTAMPAS BANILEJAS.

“JUAN PECHÚ”

Como no era dado a las matemáticas, anotaba con palitos de fosforo.

Redaccion de Siembra Hielo
Saúl Montero



martes 5 de octubre de 2010

Calle tipica banileja
Calle tipica banileja . .

“Tal vez la figura más popular e introvertida que ha

dado el barrio de Villa Magega lo fue Juan Antonio Mota,

mejor conocido como “Juan Pechú”.

Tan popular era este personaje, que la esquina más

famosa y centro del barrio era conocida como “La Esquina

de Juan Pechú”.

Juan Pechú era una persona sociable, emprendedora y

sobre todo, tenía una bien ganada fama de nunca querer

perder una discusión. Cuando se obstinaba que algo era

de tal o cual manera, era mejor seguirle la corriente y

aceptar lo que él decía, porque ni aunque lo mataran admitía

lo contrario. Tan terco era Juan Pechu, que cuando

discutíamos con alguien que no quería perder, cortábamos

la discusión diciéndole:

“Ya Juan Pechú, ganaste”. Haciendo alusión a la manía

de este personaje de no querer perder nunca.

Juan Pechú, apenas sabía leer y escribir, pero tenía

conocimientos empíricos sobre los negocios heredados

de su madre, Dona Emilia Mota. Aunque tenía una gran

facilidad para inventar negocios productivos, más se le

conocía por hacer negocios de los llamados “Capa Perros”,

donde todos los beneficios van a parar a la parte contraria.

Era el propietario del Bar Francia, el cual estaba ubicado

en la esquina de las calles Joaquín S. Incháustegui y

Las Mercedes (Antigua 24 de Septiembre).

Este negocio se sostenía, primordialmente, de las

ventas de cerveza y ron, pero también vendía comida al

medio día, que el mismo Juan Pechú preparaba. El lugar

contaba con una terraza o enramada, que servía de

comedor. De vez en cuando, allí se organizaban fiestas

con el Sexteto Peravia o con algún improvisado combo

de muchachos del barrio. Pero a todo esto, lo que ponía

el ambiente a todas horas, era una bendita vellonera con

música variada durante el día y parte de la noche.

Juan Pechú era impulsivo para los negocios y cuando

se le metía en la cabeza hacer algo, no había fuerza humana

que le hiciera cambiar de opinión.

Como no era dado a las matemáticas, anotaba con

palitos de fósforo las cervezas consumidas por los

clientes.

Para ese entonces, la música Mejicana, especialmente

las rancheras, estaban muy de moda y tenían una acogida

excelente en la población dominicana. Recuerdo que

para esos días, se presentó a su establecimiento un personaje

vestido completamente de Charro. Sombrero negro

ancho, botas con espuelas, camisa negra con adornos

y pantalón negro con listas azules en los lados.

Al hablar, lo hacía con el “cantaíto” que identifica a los

Mejicanos.

El hombre se sentó y pidió una cerveza, entonces entabló

una conversación con Juan Pechú.

Le dijo que él era el líder del grupo Mejicano “Los Gavilanes

de Tijuana” que estaban de gira por todo el país,

por lo cual estaban interesados en hacer una presentación

en su local.

Aunque a Juan Pechú, le encantó escuchar aquello, se

mantuvo un poco “bronco” con la propuesta.

El hombre, al ver la actitud “medio chivo”, de Juan

Pechú, no insistió pero le dijo que volvería después para

darle más detalles de la presentación.

La semana siguiente, nuestro hombre regresó al establecimiento,

pero esta vez acompañado de otra dos personas

con idénticas vestimentas de Charro.

Uno de los acompañantes era una joven muy hermosa,

de unos 20 años, pelo lacio y facciones mejicanas. Ella

fue la encargada de darle “jarabe de pico” a Juan Pechú.

Le mostró un álbum de fotos de supuestas presentaciones en otros países y le habló de las ganancias que esta fiesta le dejaría a su negocio.

El poder convincente de la joven terminó de despejar

cualquier duda que Juan Pechú pudiera tener sobre la veracidad

del grupo.

Acordaron que la presentación se haría el Sábado siguiente,

por un costo de $500 pesos y exigieron un adelanto

de la mitad y el resto cuando terminara la función.

Todavía recuerdo a Juan Pechú, contando en billetes

de veinte y de diez los doscientos cincuenta pesos que le

entregó de adelanto al líder de “Los Gavilanes de Tijuana”.

Que conste que eso era mucho “cuarto” en esa época.

Juan Pechú movilizó todos sus recursos “empresariales”

para promocionar este evento. Él mismo salía

en su bicicleta de canasto y una improvisada bocina

de cartón, a anunciar la presentación. Logró que Fidia

Amiama, quien era el propagandista de Bermúdez, lo

patrocinara con tres cajas de ron. Colocó letreros hechos

de cartulina por toda la ciudad para anunciar “Los

Mariachis”.

La gran noche del sábado llegó y en todo el barrio sólo

se hablaba de los “Mariachis”.

Desde temprano en la tarde, la gente, no queriendo

perderse ni un detalle, comenzó a ocupar las diferentes

mesas dispersas en el patio y en la terraza.

Juan Pechú se había vestido para la ocasión, con un

sombrero negro de charro y ropa oscura. Se le veía ir y

venir de un lado a otro, dando órdenes y cuidando el más

mínimo detalle en su establecimiento.

Muchos de nosotros, todavía adolescentes, nos enganchamos

esa noche a camareros, llevando las bebidas y el

hielo a las mesas para ganarnos la propina.

La presentación de los “mariachis” estaba pactada para

las 8:00 PM, pero ya desde la 7:00 el local estaba abarrotado

de personas.

Llego la hora indicada, pero no se veía ni rastro de los

“mariachis”.

Juan Pechú sudaba copiosamente y cada dos minutos

se paraba en la esquina a otear el horizonte, con la esperanza

de ver aparecer el vehículo con “Los Gavilanes de

Tijuana”.

Desafortunadamente, ese vehículo nunca llegó. El pobre

Juan Pechú tuvo que darle el frente a la multitud enfurecida

que había esperado pacientemente la llegada de

los “artistas”.

Bajo mucha discusión tuvo que devolverle el importe

de la entrada a algunos, mientras otros, aprovecharon la

confusión para irse sin pagar la cuenta.

A Juan Pechú no le importó tanto el dinero que había

perdido por el engaño, lo que más le dolía, era el relajo

que le tenían los “Tígueres del barrio”. Cada vez que

abría el negocio siempre había un grupito en la esquina,

que para fastidiarlo se ponían a cantar rancheras, especialmente

una tonada muy de moda que se llamaba “La

Martina”, que al final de la canción decía:

“Y el amigo del caballo, ni por la silla volvió”.

Un día, Juan Pechú cogió tanto la cuerda cuando le

cantaron esa canción, que afiló un machete que tenía,

salió a la calle y lo rastrilló cuatro veces en la esquina

enfrente de todos. Desde ese día se acabó el mariachi,

digo el relajo.

Las anécdotas de Juan Pechú son interminables. En

una ocasión construyó una pocilga detrás de la cocina de

su casa y comenzó a criar cerdos.

Debido a la cantidad de comida sobrante de su negocio,

los marranos se daban tremendo banquete y a los

pocos meses ya estaban robustos y listos para ir al matadero.

Alguien le sugirió que era mejor que él mismo los matara,

vendiera la carne y también los chicharrones y así

sacaba más dinero.

Tanto insistió la gente, que Juan Pechú decidió iniciarse

en el negocio de la venta de carne y chicharrones.

Para comenzar, sacrificó uno de sus mejores cerdos y

comenzó a vender la carne por libra. Luego, preparó un

fogón en el patio y se puso a preparar chicharrones en un

inmenso caldero, como queriendo hacerle la competencia

a Luis Chin-chin.

La venta de la carne fue lenta en la mañana, pero

él no se preocupaba, porque sabía que si no se vendía,

podía ponerla en el freezer y luego venderla cocinada.

Su preocupación era con los chicharrones, lo cuales tenía

que venderlos el mismo día, ya que a nadie le gustan los

chicharrones viejos o frizados.

Antes de las 12:00 m, tenía Juan Pechú, una inmensa

batea repleta de crujientes y deliciosos chicharrones, que

nada tenían que envidiarle a los de Villa Mella.

El único problema que enfrentaba era que la gente no

se aparecía a comprar.

Juan Pechú daba paseítos de impaciencia alrededor de

la mesa, ahuyentando con un paño algunas moscas, que

querían ser las primeras en disfrutar del festín.

Al cabo de un rato y ver que nadie se asomaba a preguntar

por los chicharrones y temiendo que éstos se enfriaran,

no aguanto mas y salió a la calle. Miró arriba y

miro abajo, pero no se veía ni un alma por los alrededores.

Es entonces que decide plantarse medio a medio de

la calle, bajo ese sol intenso del medio día y grita a todo

pulmón para que el barrio entero lo oyera:

- “Ya ‘tan los chicharrones coooño, tanto que jodieron

y ahora no vienen a comprar, coño, coñaaazo”.

Al rato, no quedaba un solo chicharrón en la mesa,

gracias a su decente y educado sistema de venta.

Antes de que la bachata se pusiera traje de gala y penetrara

a los salones por la puerta grande, ya su música

de amargue, celos y despecho había invadido mi privacidad.

Al ser vecino de Juan Pechú, tenía que soportar toda

la música que se desprendía de su estridente vellonera.

Hay veces, que de tanto escuchar una canción, por mala

que sea, uno se acostumbra a su melodía y de pronto se

encuentra tarareando alguna sus estrofas. Con el tiempo,

hasta llegamos a hacerla parte de nuestros recuerdos.

Eso me pasó a mi, que de tanto escuchar en la famosa

vellonera una canción del Ecuatoriano Julio Jaramillo,

llamada “Mi Muchachita”, y que una de sus estrofas dice

más o menos así:

“De un clavo colgaba la guitarra

en un Rincón la tiene abandonada

de su sonido ya no le importa nada

tirado en una cama no hace más que llorar

Pero en una ocasión, alguien le oyó cantar así

Mi muchachita, ay no me dejes morir

Ven te lo ruego sin ti no puedo vivir

Mi muchachita, ay no me dejes,

que me mata poco a poco tu desdén”

Esta canción, aunque muy bella, es extremadamente

triste, trágica y dolorosa. De tanto escucharla sonar donde

Juan Pechú, terminé grabándome sus letras para toda

la vida.

Regresando a nuestro personaje y sus ocurrencias,

en el Bar Francia, de su propiedad, se vendían unos mabíes de limón, que

acompañado de un pan con mantequilla y salchichón, sacaban

a cualquiera de apuro.

Donde Juan Pechú también se vendían unos dulces de

coco, tan grandes que le llamábamos “gabiaos”. Esos dulces

se vendían a chele y no fue ni una, ni dos, las veces

que tuve que amortiguar el estómago con un “gabiao” y un

buen vaso de agua fría antes de irme para la escuela.

El negocio no tenia una nevera regular, sino un enorme

freezer que congelaba en cuestión de minutos. Juan

Pechú hacía unos helados de frambuesa que se congelaban

tanto, que uno podía ir al río comiéndose uno de

estos helados, ponerlo encima de una piedra mientras te

bañabas, después del baño recoger el helado de nuevo y

regresar al barrio chupando helado.

Cuando los aparatos eléctricos comenzaron a hacerse

accesible a la población, Juan Pechú se compró una tostadora

para hacer sándwiches y una licuadora para batidas.

La licuadora era marca Osterizer, con un vaso grande de

vidrio.

Juan Pechú no cabía de orgullo por sus aparatos nuevos.

Su entusiasmo por la licuadora era tanto, que comenzó

a regalar batidas y jugo de lechosa a su clientela.

Se maravillaba de ver como la hélice trituraba el hielo y

los trozos de lechosa. Cada vez que llegaba alguien se le

oía exclamar:

- Miren, miren que aparato. Y enseguida la encendía.

Tan entusiasmado se encontraba mostrando las maravillas

de su licuadora y repartiendo jugos a todo el mundo,

que se le olvidó sacar la cuchara del azúcar del vaso

de la licuadora.

Ya ustedes se pueden imaginar lo que sucedió cuando

encendió el aparato.

La cuchara salió disparada rompiendo el cristal del

vaso esparciendo su contenido por toda el área.

Aunque los presentes salieron salpicados de jugo, a

quien le tocó la peor parte fue al pobre Juan Pechú, quien

con todos los brazos y la cara cubierta de jugo de lechosa,

sólo atinaba a decir:

- “Me cago en el Diablo, coño”, “Me cago en el Diablo”.

A principio de los años 70s, y como resultado de los

tantos malos negocios que había hecho, Juan Pechú se

encontraba al borde de la quiebra. Los deudores no se

dejaban ver la cara y los acreedores lo tenían al borde del

colapso.

Pero como Dios nunca le falta a sus hijos, Juan Pechú

logró sacarse varios miles con el “93”, que era su numero

abonado en la lotería, que en ese entonces se jugaba sólo

los domingos.

Lo primero que hizo fue saldar sus deudas, remodelar

su alicaído bar y pintar un letrero bien grande en el interior

del negocio que decía “Gracias al 93”

También colocó un cuadro muy famoso, donde aparecen

dos hombres, uno de ellos de aspecto tétrico, sentado

con las manos en la cabeza en forma de lamentación, toda

la ropa raída y los ratones haciendo fiesta alrededor de él.

Encima de este personaje se leía “Yo vendí a crédito”

En el otro extremo del cuadro, se podía apreciar un

personaje de piel rozagante, con un traje muy fino, un

puro en la mano y respirando riqueza y abundancia por

doquier.

Encima de este personaje se leía “Yo vendí al contado”

Juan Pechú colocó este cuadro en su negocio, como un

freno para aquellos que pensaban pedirle fiao.

Otra de las cosas que hizo Juan Pechú, con el dinero

del premio, fue comprarse un televisor blanco y negro,

por supuesto, ya que todavía para ese entonces, los televisores

a color no habían llegado a Baní.

Tener un televisor, era sinónimo de estatus social y

holgada posición económica. Esos aparatos eran escasos

en los hogares banilejos. Los muchachos de ese entonces,

teníamos que caminar varias cuadras para asomarnos a

alguna de las casas que gozaban de ese privilegio.

A veces, los dueños eran generosos y nos permitían

ver los programas parados desde la puerta. A veces, permitían

que nos sentáramos en el piso.

Entre los sitios que nos abrían sus puertas estaba la

casa de Don Rafael A. Franjul, gracias a su primera esposa,

Doña Dinorah Troncoso de Franjul, quien nos trataba

de manera amable. También íbamos donde Carmen Duran,

a la farmacia de Gollito, donde la profesora Carmencita

Pimentel y al cuartel de los bomberos. En esos sitios

disfrutábamos de las películas de Bonanza, Bat Masterson

y Barnabas Collins.

El ayuntamiento de ese entonces instaló algunos televisores

públicos en algunos barrios como Pueblo Nuevo,

Iglesia Santa Cruz, Los cajuilito y el 30 de Mayo. Estos

televisores atraían a decenas de personas, grandes y chicos,

que todas las noches llevaban su silla o cartón para

sentarse en el suelo y disfrutar la programación como si

fuera en un cine.

Hay una anécdota que cuenta que en una ocasión,

mientras pasaban una película de vaqueros en el televisor

público de Pueblo Nuevo, cuatro maleantes estaban golpeando salvajemente al protagonista. Entre los espectadores había un señor de unos 50 años, de apellido Made, proveniente de la Loma de “Las Tayotas” quien hacía poco

se había mudado para el pueblo y desconocía la magia de

la televisión. Al ver la paliza que le daban al protagonista,

saltó de entre el público gritando:

“Van a dejar que lo maten’, “Van a dejar que lo maten,

coño”.

Acto seguido, tomó una piedra y la lanzó contra la

pantalla del televisor.

Esta acción, acabó con los bandidos, el protagonista y

el televisor del barrio.

Juan Pechú estaba con su televisor, como un niño al

que le acababan de regalar un juguete nuevo.

Como su casa se comunicaba con el bar por un callejón,

él ponía su mecedora de manera que le permitiera

ver el televisor y vigilar a la vez su negocio. Fueron muchas

las veces que algún cliente llegaba a comprar algún

refresco y él por no pararse de su mecedora y perderle el

hilo al programa, le gritaba.

- “Vuelve más tarde que ‘tan caliente”.

En esos tiempos pasaban una novela muy famosa llamada

“Los hermanos Coraje”, que era un “toque de queda”

para la juventud. Juan Pechú decidió sacar partido de

esa situación y comenzó a cobrar entrada. El costo era un

centavo por ver la novela sentados en el piso.

Él personalmente se encargaba de cobrar la entrada

a los concurrentes. Lo que Juan Pechú no sabía, era que

como la gente tenía que entrar por el bar, los muchachos

extendían la mano y tomaban el centavo del menudo

suelto que el siempre tenía en un rincón del mostrador

para devolver a los clientes, pagándole de esta manera la

entrada con su mismo dinero.

En la pequeña sala, repleta de muchachos y muchachas

adolescentes en plena formación, se respiraba todo

tipo de olor desagradable. De vez en cuando, al mismo

Juan Pechú se le salía algún gas por la “planta baja”, de

esos que salen silenciosos sin ningún ruido, pero que hacen reaccionar hasta al más indolente. Él se quedaba con su cara bien seria, pero todos sabíamos que él era el autor del fermento.

Todas estas libertades del dueño de la casa eran soportadas

por nosotros con estoicismo con tal de poder ver la novela.

Todo iba muy bien, hasta que a alguien, que nunca

supimos quien fue, se le ocurrió imitar los gases de Juan

Pechú, pero poniéndole sonido al concierto.

Aquello sonó en aquella salita como si un camión se

hubiera estrellado contra la casa.

Juan Pechú brincó espantado de su mecedora buscando

al imprudente con la mirada. Como nadie se delataba

comenzó a gritar:

“Se me salen tó, se me salen tó”, “Buenos perros, vayan

a cagarse a su casa”.

Hasta ese día se vieron “Los hermanos Coraje” en el

televisor de Juan Pechú.

La historia del barrio de Villa Magega no puede ser

contada sin mencionar este personaje de aspecto gruñón,

pero inofensivo e incapaz de hacerle daño a nadie.

En 1997, Juan Pechú fue vilmente asesinado a puñaladas

mientras dormía. Los autores fueron dos salvajes,

que no se conformaron con robarle un ahorro de 14 mil

pesos que guardaba en su humilde vivienda de Fundación

de Peravia donde residía desde un tiempo atrás, sino que

le arrancaron también la vida. Su muerte fue sólo otra

estadística más de la violencia, el libertinaje y la corrupción

que nos arropa.

Hoy en el histórico barrio de Villa Magega, sólo queda

de testigo el solar vació de lo que en un tiempo fue la famosa

esquina de Juan Pechú.

(Agradecemos a Saúl Montero que nos permita publicar esta entretenida historia aparecida en su libro ''Estampas Banilejas''. Esta obra y ''Valores, Costumbres y Cosas en Peligro de Extinción'', su segundo libro, están a la venta en la calle Duarte frente al cine Vaganiona, donde estuvo la Joyeria Bethancourt. M.G.)

sa/sh

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